Enrique Zapata Ponce (1937–2021), pintor y grabadista nacido en Mérida, Yucatán, reinterpretó el paisaje y el folclor mexicano desde una mirada neoimpresionista. Desde 1956, año de su primera individual en la Sala Velázquez (CDMX), consolidó una obra de luz y color con composición rigurosa. Además, su papel docente en La Esmeralda reforzó un legado que aún impulsa a nuevas generaciones.
Mérida, luz tropical y disciplina de taller
Nacido entre vegetación tropical y haciendas yucatecas, se inició con acuarelas y dibujos marcados por ese entorno. A los 14 años, ya en Ciudad de México, ingresó al taller del maestro José Bardasano. En esa etapa, la luz de Sorolla y la observación de Pissarro orientaron su pincelada hacia un realismo luminoso que después evolucionaría con sello propio.
Primera exposición y consolidación (1956)
Tras la formación de taller, llegó el primer gran hito: en 1956 presentó cerca de treinta obras en la Sala Velázquez. A partir de entonces, su trayectoria creció sostenidamente, mientras afinaba un lenguaje técnico seguro y emocional.
Estilo y temas: neoimpresionismo con raíz mexicana
En su producción, paisajes, retratos y bodegones dialogan con mercados, frutas, telas y figuras. Así, la materia cotidiana se convierte en presencia emocional mediante paleta cálida y luz generosa. Por eso, se le reconoce como exponente del folclor mexicano desde una sensibilidad neoimpresionista.
Labor pedagógica
En paralelo a la producción pictórica, impartió clases y talleres con énfasis en técnica, grabado y composición. De este modo, su experiencia de estudio transitó al aula y dejó huella en nuevas generaciones de artistas.
Lectura crítica: del pintor a la obra y de la obra al pintor
Más que seguir modas, Zapata Ponce afirmó una ética del oficio: dominio de materiales, claridad compositiva y color con sentido. En consecuencia, el paisaje, la figura y el bodegón funcionan como una pertenencia: lo mexicano contado sin proclamas. Asimismo, su diálogo con la escuela mexicana y el eco del exilio republicano español enriquece la obra sin depender de fórmulas europeas.
“Dios, que me ve que sin mujer no atino en lo pequeño ni en lo grande, diome de ángel guardián un ángel femenino.”